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El filo curvo de la luna horadaba las nubes como un alfanje amarillo. Su luz pálida llegaba hasta los edificios de Madrid; casas pequeñas, pegadas unas a otras como si pudieran sentir el frío invernal; separadas de cuando en cuando por unas callejuelas estrechas, retorcidas y plagadas de charcos. El ladrido de un perro se atrevió a romper el silencio, otro respondió de lejos; y luego dos más. Ladraban al paso de los corchetes: seis hombres que corrían frenéticos, espada en mano.
-¡En los soportales! -gritó uno de ellos, al tiempo que señalaba una sombra que pretendía ocultarse tras una de las columnas.
-¡A él! -ordenó otro.
Al saberse descubierto, el fugitivo dio un brinco hacia la oscuridad del interior, como si pretendiera entrar por la puerta de alguna vivienda. Pero luego, dubitativo, se volvió, dando la espalda a sus perseguidores.
-¡Quieto, Lucas! -llamó un tercero. No pertenecía a los corchetes.
Sin embargo, el aludido ignoró esta orden igual que las demás y se adentró por un estrecho callejón.
-Está perdido -afirmó uno-. Por ahí no hay salida.
Los corchetes enfilaron el callejón. Era tan estrecho que difícilmente cabían de dos en dos. Al fondo, pegado a un muro que cortaba el paso, Lucas Belmonte buscaba algún asidero por el que trepar.
-Lucas, no sigas -dijo el hombre que lo perseguía junto a los corchetes, adelantándose-. No nos obligues a atacarte. Entrégate.
Lucas observó las paredes de los lados. A su izquierda, a unos seis pasos, descubrió una puerta de aspecto desvencijado, pero si quería alcanzarla era necesario que corriera en dirección a sus atacantes.
-Ya me has entregado, Alonso -gruñó Lucas, desviando la mirada hacia el hombre que se interponía entre él y los guardias-. ¿Cómo has sido capaz de traicionarme así?
-He hecho lo que debía hacer -respondió Alonso, tajante-. Es lo que ordena Dios.
-Te creía mi amigo. ¡Mi hermano!
De repente, Lucas notó que perdía fuerza en las rodillas. Trastabilló, aunque fue capaz de mantenerse en pie. Supuso que la carrera debía haberlo debilitado. Recobró la compostura y gritó a su amigo:
-Juntos hemos escapado de la muerte, y ahora eres tú quien me envía a ella.
-Por favor, Lucas -Alonso relajó el tono de voz. Su rostro dejó ver un leve gesto de súplica-. Todavía no está todo perdido. Entrégate y probablemente recibas misericordia. Tu mujer también la recibirá.
Los corchetes se adelantaron, espadas en mano.
-¡Esperad! -pidió Alonso a los guardias.
Pero no lo consiguió. Éstos se lanzaron contra Lucas, que reaccionó echando a correr en dirección a la puerta. Logró saltar el cerrojo de una patada y la abrió. El interior se encontraba completamente a oscuras, pero con la poca luz que entraba desde el exterior logró distinguir algunos barriles apilados, por lo que dedujo que debía tratarse de algún tipo de almacén. Al fondo podía distinguirse una luz. Un candil en el interior de un nicho iluminaba unas escaleras al primer piso. Corrió a ellas tropezándose con los barriles, seguido de cerca por los corchetes, y ascendió a toda prisa. La planta superior constaba de una pieza diminuta de techo bajo, donde dormía hacinada una familia de seis miembros. Todos se habían despertado con el alboroto. El padre, que debía pesar el doble que Lucas, le salió al encuentro armado con una estaca cuando lo vio aparecer por las escaleras. Se lanzó como un ariete, pero Lucas logró esquivarlo echándose a un lado con un veloz movimiento, luego puso rumbo hacia el otro extremo de la habitación, saltó por encima de dos chiquillos, que todavía se frotaban las legañas en un camastro destartalado, abrió una ventana estrecha, y escurriéndose a través de ella saltó hasta un tejado vecino. Alonso y uno de los corchetes lo siguieron; los demás dieron media vuelta y regresaron a la calle. Desde fuera, detectaron al fugitivo corriendo sobre línea desigual de los edificios. Con gran habilidad, Lucas logró distanciarse de Alonso, pero no tardó en alcanzar el final del camino. La línea de tejados ya no continuaba en ninguna dirección, sino que daba a una plaza cuadrada, no muy espaciosa, pero lo suficiente como para impedirle continuar su huida. Calculó la distancia que debía separarlo del suelo; también era demasiada.
-¡Lucas! -el grito de Alonso lo sorprendió demasiado cerca de su espalda.
Se giró con velocidad en el momento justo en que uno de los guardias le lanzaba una estocada directa. Logró esquivarla con una finta. Luego tomó al guardia del brazo que empuñaba el hierro, lo atrajo hacia sí con un fuerte tirón, y con el brazo libre le propinó un codazo directo al rostro. El golpe resultó tan efectivo que su atacante soltó el arma y perdió el equilibrio, cayó sobre las tejas, rodó hasta el borde y se precipitó al vacío. Desde la calle ascendió una salva de maldiciones. Los corchetes que lo perseguían desde abajo pedían su sangre por lo que le había hecho al compañero; pero Lucas apenas los escuchó, estaba concentrado en el oponente que quedaba ante sí. Tomó la espada del guardia caído y adoptó una postura de guardia.
-Eres un necio -increpó Alonso-. Ahora no descansarán hasta matarte.
-¡Me conduces a la muerte de todas formas! Si he de morir, prefiero luchar antes que entregarme.
De nuevo, y repentinamente, las fuerzas lo abandonaron por unos instantes. Lucas dejó escapar un gemido. Frente a él, la figura de Alonso se perfiló borrosa contra la noche.
-Sabes que soy mucho más diestro que tú con la espada, Lucas. No me obligues a defenderme.
Pero éste no respondió. En su lugar corrió hacia Alonso, presa de una ira ciega, y lo atacó con varias y furiosas estocadas que su amigo detuvo sin gran dificultad. En la primera respuesta, Alonso apuntó directo al pecho. Su filo cruzó el viento a una velocidad pasmosa. Lucas reaccionó con un movimiento reflejo para frenar el lance, pero sólo logró desviarlo. La punta alcanzó su estómago y se introdujo medio palmo.
El combate había terminado.
Alonso soltó el mango, de forma que la espada se sostuvo clavada en su amigo. Éste ahogó el primer quejido de dolor; observó la hoja que pendía de su cuerpo y luego a su oponente. Alonso parecía aguardar que sus miradas se encontraran.
-Perdóname -dijo completamente serio; sin embargo, sus gestos no dejaron adivinar un ápice de arrepentimiento.
-Alonso...- respondió Lucas con voz ahogada.
Le flojearon las piernas. Retrocedió unos pasos, buscando recuperar el equilibrio, pero sus talones rozaron el borde del tejado. Resbaló.
Justo cuando su cuerpo se inclinaba para caer, Alonso se acercó de un salto y lo tomó del brazo.
-Vas a morir sin confesión -dijo, acercando el rostro al de su amigo-. Al menos concédeme tu perdón. No añadas este último pecado a todos los que ya cargas sobre tu alma.
-Este pecado... lo cargarás tu. Este pecado...
Lo interrumpió un violento acceso de tos. Se concedió unos instantes, tomó varias bocanadas de aire, y agarrándose al brazo que aún evitaba que cayera al vacío, dijo:
-Cuida de mi esposa.
-Lo haré. Tienes mi palabra.
Lucas afirmó con la cabeza y silenció otro ataque de tos, el cual terminó reproduciéndose en forma de un rumor áspero.
-Sé que lo harás. Siempre has anhelado vivir mi vida.
Con una enérgica sacudida, Alonso se deshizo del brazo que sujetaba. Lucas permaneció un momento suspendido en el aire, con la mirada desorbitada por la sorpresa. Sus dedos se crisparon como si buscaran aferrarse al aire, pero no encontrando nada a lo que asirse, cayó a la plaza. El golpe de su cuerpo contra el suelo reprodujo un eco macabro. Los perros volvieron a ladrar.
Alonso se tomó su tiempo para recorrer el camino de vuelta hasta la calle. Cuando alcanzó a los corchetes vio que estaban reunidos en torno al cuerpo de su amigo. No demasiado lejos yacía su espada, desprendida del estómago de Lucas por la violencia con la que había impactado contra el suelo. La tomó, se acercó hasta el grupo de hombres y se hizo un hueco entre ellos.
-Eres tú el que me robó mis sueños, Lucas. Por eso debías morir. Que Dios se apiade de ti.
-¿Qué hacemos ahora?– preguntó uno de los hombres.
-Vosotros -dijo, señalando a dos y luego al corchete que también había caído del tejado-. Llevaos a vuestro compañero. Los demás conduciremos el cuerpo de Lucas hasta Jacobo, y que él decida. Nos encontraremos en el convento de los mercedarios.
Los corchetes levantaron a Lucas en andas y lo sacaron de la plaza. Los perros dejaron salir un aullido quejumbroso cuando la comitiva ascendió por la calle de los soportales. En el cielo, el resplandor lechoso de la luna se abrió paso a través de un claro en las nubes, y como si tuviera el poder de acallar todo sonido, devolvió a la ciudad una absoluta quietud.
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