Muchas veces he confesado que escucho música mientras escribo porque consigo meterme en la historia y, además, logro un estilo muy visual, que es lo que siempre he perseguido con mis novelas. Sin embargo, con La Costilla de Caín he experimentado una unión especial entre la melodía y el texto. Por primera vez elaboré una lista detallada de todas las "melodías de la novela", de tal modo que tenía una música concreta para determinados instantes de la historia. Igualito que en una película.
Lo que os propongo como experimento es precisamente eso: una breve lectura con una melodía de fondo.
Lo haremos de la siguiente forma: os paso un enlace a una melodía de youtube. Dadle al play y
comenzad a leer. Id escuchando las melodías que os vaya poniendo en los enlaces según vaya señalando. Así de sencillo. ¿Os lanzáis? ¡Pues vamos allá!
INTRODUCCIÓN AL CAP.4 DE La Costilla de Caín
El profesor Baldinger, Raúl Sibeud, su ayudante y narrador de la historia, y la investigadora Sybil Joyner se introducen a medianoche dentro de la casa del difunto Enric Mantey, un diplomático muerto bajo extrañas circunstancias. La casa está vacía, y Baldinger espera encontrar alguna pista que le encamine hacia la causa de su fallecimiento...
***
...En
el interior nos recibió un aroma a madera vieja y narcisos.
Sorprendentemente, la casa conservaba cierta calidez, comparado con
las frías temperaturas externas. Todas las ventanas tenían las
cortinas echadas, de modo que casi no entraba luz desde el exterior.
En alguna parte, tal vez en la entreplanta, un reloj de péndulo
marcó la medianoche. Cerramos la puerta a nuestras espaldas y
permanecimos en la entrada, esperando a que nuestros ojos se
acostumbraran a la oscuridad.
—Raúl,
busca algo para iluminarnos –me pidió Baldinger.
Encendí
una cerilla y rastreé el salón, hasta que hallé un quinqué sobre
la repisa de la chimenea. Con él por delante lideré al grupo hacia
la entreplanta. Una imperante necesidad primigenia deslizó mi mano
libre hacia el interior de mi chaleco, donde ocultaba la pistola. El
tacto de la empuñadura me devolvió cierta tranquilidad.
Alcanzamos
la puerta del despacho, donde había sido hallado el cuerpo de Enric
Mantey; estaba entreabierta. La empujé y dejó escapar un quejido
estremecedor. La habitación nos aguardaba al otro lado prácticamente
sin haberse alterado nada de su interior, a excepción de la ausencia
del cuerpo. Frente a nosotros, la estrecha ventana volvía a
delimitarse gracias a un débil reflejo de luz artificial procedente
del exterior; y en la alfombra, a pocos metros, quedaba una mancha
parduzca donde antes yació el cadáver de Mantey. Pasamos dentro, y
entonces, con un respingo, Sybil quedó paralizada, como un ciervo
que cree haber escuchado un ruido amenazador.
—¿Qué
detectas? –preguntó Baldinger en un susurro.
Aguardamos
unos instantes a que la mujer respondiera, pero continuaba rígida.
Sus ojos se habían abierto desmesuradamente; sus pupilas encogieron
cuando la alumbré el rostro.
—Sybil,
¿qué ocurre? –insistió el profesor.
—No
lo sé –dijo de repente—. Jamás… nunca he percibido nada
igual. No sé qué es, pero está aquí.
Su
comentario me produjo un escalofrío. Mi mano regresó en busca de la
pistola.
—¿Qué
más cosas hueles? –dijo Baldinger.
Sybil
se acarició el puente de la nariz.
—Pólvora.
Ha habido un disparo.
—Así
es –confirmó Baldinger—. Continúa.
—Roble
y pino; son los muebles. Alfombra vieja… ¡Espera!, hay algo más.
Alcanfor.
—¿Alcanfor?
–repetí— ¿Dónde?
—No
lo sé… parece un resto. Es como si hubiera estado aquí, pero ya
no está. Ahora me llega otro aroma, sí. Es... es un olor muy
característico: aceite.
—¿Para
qué utilizarían aceite en una sala como ésta? –dije—. Hay luz
eléctrica, y el quinqué es de queroseno.
—¡Es
para engrasar unas bisagras! —dedujo Baldinger, y dirigiéndose a
Sybil, añadió – A juzgar por el chirrido, no ha sido utilizado en
la puerta de entrada. ¿Dónde percibes ese olor?
—En
mitad de la sala.
Extendí
el brazo para alumbrar. En la zona señalada no había ningún
mueble. Baldinger declaró lo que todos imaginábamos.
—Debe
de tratarse de alguna puerta secreta. ¡Sabía que se me escapaba
algo! Raúl, enciende la luz del despacho; nos ayudará a buscar
algún tipo de resorte o ranura en las paredes.
—¿No
nos delataremos? –previne.
—Esta
habitación no tiene ventanas que den al exterior –recordó
Baldinger— sino al patio.
Di
las luces de la habitación. Se encendieron todas, salvo la del
fondo, donde aún no se había colocado una bombilla nueva. Nos
pusimos a buscar por las paredes de papel pintado. Yo, que había
comenzado por el lado oriental, no tardé en hallar el perfil de una
pequeña portezuela. No debía tener más de un metro de alto y unos
treinta centímetros de ancho. Llamé a los demás, dejé el quinqué
en el suelo e intenté tirar ayudándome con las uñas.
—Prueba
a empujar el centro –propuso Baldinger.
Obedecí,
y en aquel momento, con un suave chasquido, la puerta se abrió hacia
afuera. En el interior había un revólver, una caja de balas y un
lienzo enrollado. El profesor se apresuró a tomar este último
objeto, deshizo el nudo de la cuerda que lo sujetaba y lo desenrolló.
Se trataba de un dibujo que parecía antiguo. En el centro podía
distinguirse claramente una copa muy elaborada. Alrededor de la
misma, formando un marco cuadrado, había escritas unas palabras en
una grafía que me resultó absolutamente críptica. Por último, en
la parte inferior detecté unas marcas que parecían recientes,
hechas probablemente con un lápiz. Se asemejaban a las mismas que un
preso realiza al contar los días que le quedan para ser libre,
aunque no formaban grupos de cinco, sino de dos, uno y tres.
—Es
griego –declaró Baldinger, como si hubiera adivinado que ninguno
sabíamos el idioma al que pertenecían los caracteres.
—¿Sabe
qué pone? –inquirí.
—Por
desgracia, no. Necesitaría un diccionario y algo de tiempo para...
—¡Un
momento! –Sybil se acarició la nariz.
—¿Qué
sucede? –dije yo.
—Un
nuevo olor… es… ¡hay alguien a nuestra espalda!
Di
media vuelta al tiempo que desenfundaba mi pistola. Entonces, justo
en la entrada, descubrí una figura; un hombre que nos apuntaba con
un revólver. A su espalda todas las luces de la casa habían sido
encendidas. Para mi sorpresa, comprobé que se trataba de Julio
Serantes.
Quise
abrir fuego primero, pero él fue más rápido. Su arma ejecutó dos
disparos. Me agaché instintivamente y escuché un estallido de
cristales. La ventana a mi espalda debía haber sido alcanzada por
una de las balas. El profesor y Sibyl se escurrieron hacia la pared
opuesta, mientras ella desenfundaba una pistola Luger
y abría fuego. Su disparo dio en la jamba de la puerta, mientras que
el mío alcanzó la hoja justo cuando se cerraba; Julio huía.
—¡Qué
no escape! –gritó Baldinger.
Echamos
a correr tras él. Fui el primero en alcanzar la entreplanta y en
descubrirle bajando las escaleras. Parapetándose tras el pasamanos,
se giró para volver a atacar. Quise gritarle que se detuviera, pero
volvió a actuar con más celeridad que yo y disparó. Esta vez la
bala impactó en la alfombra. Le imité, y cubriéndome tras el
pasamanos respondí a su fuego. Por desgracia, mi puntería era la
propia de un hombre que jamás ha disparado un arma, y mis intentos
por acertarle dieron contra un cuadro sobre la pared. Julio, confiado
por mi torpeza, echó a correr escaleras abajo y, ya en el primer
piso, puso rumbo al ala oeste. Sybil emergió entonces. Abrió fuego
desde la entreplanta, pero sus balas impactaron tras los talones de
Julio. Éste se volvió un segundo, utilizando como cobertura uno de
los sillones de la chimenea, y me atacó; la bala me pasó muy cerca,
rozándome el lóbulo de la oreja izquierda; aunque, dada la tensión
del momento, no sentí que sangraba. Respondí a sus disparos, pero
erré de nuevo, impactando contra la lámpara de pie que iluminaba el
extremo occidental de la habitación hacia la que ya corría Julio.
Con un estruendo de cristales la zona quedó totalmente a oscuras.
Entonces nuestro atacante, rectificando su rumbo, volvió a su
escondite tras los sillones. Mientras tanto, Sybil le cercaba el paso
desde la entreplanta.
—¡Ríndase!
–Le grité, agazapado al pie de las escaleras.
El
aludido me respondió descerrajándome otro disparo, que lanzó por
los aires una docena de astillas del pasamanos.
En
ese momento, Baldinger, que también observaba la escena desde la
entreplanta, nos gritó una nueva orden.
—¡Disparad
a las luces!
Sybil
fue la primera en obedecer. Apuntó a la lámpara que iluminaba la
entreplanta y abrió fuego. Ésta quedó totalmente a oscuras, y yo,
desde mi posición, pude ver que Julio se agachaba todavía más,
extrañamente atemorizado; y no sólo eso, sino que sus movimientos
parecían erráticos. Ya no se cubría de mí tras el sillón, sino
que lo había rodeado, quedándole como única cobertura el otro
asiento que había frente a la chimenea. A todas luces era como si se
quisiera ocultar de algo que acechara al otro lado, en la zona
oscurecida, y prefiriera quedar a tiro de mi pistola. Con esta idea,
vi que la luz más cercana a su posición procedía de una lamparita
en la pared sur, a la izquierda de las puertas de entrada. Desde
donde me encontraba el disparo era algo complicado, así que corrí
agazapado en dirección al centro de la habitación, bajo el fuego
del revólver de Julio, quien agotaba contra mí sus últimas balas.
Llegué a la altura de las puertas, me erguí y apunté a la lámpara.
Mi dedo ya acariciaba el gatillo cuando, de repente, me detuvo el
frío contacto de una ráfaga de viento procedente del exterior.
***
DETÉN LA PRIMERA MELODÍA Y PON ESTA
A mi
izquierda las puertas se habían abierto de golpe. Al otro lado, y
apuntándome con una escopeta de dos cañones, descubrí a un hombre
que debía medir metro noventa de estatura. Era de constitución
robusta, pero su rostro dejaba ver un carácter preclaro gracias a
una adecuada combinación de rasgos: frente despejada, mirada firme
de ojos profundos, mandíbula recia y pelo encanecido. No obstante,
lo que realmente me sorprendió fue que el individuo que apuntaba a
mi sien vestía ni más ni menos que un atuendo de sacerdote.
—No
abra fuego contra esa lámpara, hijo –me recomendó, sin que su
pulso temblara un ápice.
Luego,
elevando la vista por encima de unas gafas redondas, descubrió que
Sybil lo encañonaba a él.
—No
es mi intención que nadie salga herido. No estoy aquí por ustedes.
Vi
que a su espalda, calándose bajo la lluvia, esperaban otros dos
hombres. No eran sacerdotes. El de la izquierda era alto, de piel
morena. Lucía una barba descuidada, bigote denso y una melena negra
que lo hacía parecer un salvaje. En su cintura descubrí la funda de
un cuchillo enorme. El otro tenía aspecto de boxeador; cabeza grande
y afeitada, labios gruesos curvados en una mueca y tabique nasal
desencajado.
—Me
llamo Paulo Dantas –continuó el hombre que me apuntaba, mirando de
reojo a todos los presentes—. Soy sacerdote portugués. Repito: no
estamos aquí por su causa, sino por otra razón muy distinta.
Sugiero que detengan el tiroteo, y con mucho gusto me explicaré.
Pero por favor –y, de nuevo, volvió a clavarme una mirada de ojos
castaños—, no dispare a esa lámpara.
Lentamente,
bajé mi arma.
—Adelante
–invitó Baldinger desde la entreplanta.
A
la casa pasaron los tres hombres. Dantas cerró la puerta de la
calle. Julio continuaba en su escondrijo.
***
DETÉN LA MELODÍA Y, POR ÚLTIMO PON ESTA
—¡No
disparen! –gritó desde allí.
—¿Julio?
–llamó el padre Dantas desde su sitio.
—Sí,
soy yo.
—Al
fin le encuentro, amigo. ¿Por qué no me dijo adónde iba?
—¡Gracias
a Dios, padre! Creo… creo que no puedo moverme del sitio. Me ha
encontrado, y si salgo me atrapará. La oscuridad es muy densa.
—Ya
veo que es muy densa. Sé que le está esperando, hijo. No se mueva
de ahí.
Julio
asintió frenéticamente. Entretanto, Baldinger y Sybil habían
llegado hasta mi posición.
—Raúl,
recarga el arma –me indicó el profesor.
—¿Qué
está sucediendo? –respondí.
—Tú
hazlo.
—¡Os
móveis! –ordenó
el sacerdote a sus hombres.
Estos
comenzaron a retirar todo el mobiliario que había entre nosotros y
los dos sillones, pero no se acercaron a Julio.
—¡Em
paredes!
–dijo Dantas a continuación. Sus hombres tomaron posiciones; uno
en la pared sur y otro en la norte, no demasiado lejos de la
chimenea. El sacerdote se volvió a nosotros.
—¿Sabe
disparar? –preguntó a Baldinger, el único que no iba armado.
—Sí.
Dantas
le lanzó la escopeta. El profesor comprobó si estaba cargada, y
luego pegó la mejilla a la culata, apuntando a la zona oscura,
dispuesto a disparar contra algo o alguien que todavía nos era
desconocido. Instigado por esa misma cuestión, me atreví a
preguntar.
—¿Qué
buscamos?
—Quizás
es mejor que lo vean primero, y que luego les explique qué es lo que
han presenciado –respondió Dantas—. Ante todo no se aproximen a
la oscuridad. Estén atentos a cada zona en penumbra, especialmente
aquellas donde la negrura es total. Si ven salir algo, lo que sea,
abran fuego. No duden, o morirán.
—¿Qué
es lo que va a salir? –murmuré.
Dantas
no dijo nada.
Comprobé
que, de entre todos los asistentes, era yo el único sorprendido.
Tanto Baldinger como Sybil parecían haber asimilado las palabras de
aquel sacerdote, mientras que yo me preguntaba qué podía asaltarnos
desde las sombras, puesto que, de hecho, allí no había más que una
pared.
El
padre Dantas introdujo su mano en el interior de la sotana y extrajo
lo que parecía el enorme badajo de una campana, sólo que
profusamente adornado con relieves de oro y plata. Luego caminó
lentamente hacia la zona oscura. Julio Serantes, desde su puesto,
observaba la escena tiritando como un niño. Dantas se detuvo a un
metro de éste, con la mirada fija en la penumbra.
—¡Vamos,
furcia de Satanás! –instigó a la oscuridad— ¡Muéstrate de una
vez!
En
aquel instante, la atmósfera vibró con una risita que me detuvo el
corazón. Era semejante la que produciría un niño, pero
entremezclada con algo parecido al lamento de un cachorro. Primero lo
escuchamos desde la zona más oscura de la habitación, pero al
momento, aquel siniestro eco comenzó a reproducirse desde diferentes
puntos: a nuestro flanco y a la espalda; y también por encima de
nuestras cabezas, como si revoloteara sobre nosotros. Sentí un
escalofrío cuando creí que aquel espantoso lamento me rodeaba con
unos brazos invisibles, me poseía y tiraba de mí hacia las sombras.
—¡Atentos!
–gritó el sacerdote— ¡Pretende confundirnos!
Y
luego, cambiando al portugués, ordenó algo a sus hombres. El
boxeador desenfundó un revólver; el hombre con aspecto de salvaje
extrajo su enorme cuchillo y se agazapó, como si estuviera a punto
de saltar sobre algo.
—¡No
puedo más! –clamó de repente Julio, que lloraba a lágrima viva
desde su sitio —¡Sáquenme de aquí, se lo suplico! ¡Me busca a
mí!
—¡Calma!
–intentó tranquilizar Baldinger; su pómulo derecho no se
despegaba de la culata de la escopeta.
—¡Me
busca a mí! –repitió el otro.
—¡Criatura
impía! –soltó Dantas con un rugido— ¡Ven por mí!
Avanzó
un paso más, apenas unos centímetros, y de repente, mediante una
velocidad pasmosa, surgió de entre las sombras...
***
¡Fin del experimento! Si todo ha ido bien (y no te han colado muchos anuncios de YouTube), habrás disfrutado de un apasionante momento con banda sonora de fondo.
En realidad, éste no es más que otra excusa para convencerte de lo que te aguarda en La Costilla de Caín, si es que todavía no te has decidido a iniciarte en su lectura.
Pero si ya la has leído y recuerdas este capítulo, ¿qué te ha parecido la experiencia?
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