Un experimento. ¡Pruébalo!

Hoy os traigo la propuesta de un experimento al que llevo dándole vueltas algunos días, y os invito a participar. No os llevará más de 10 minutos.

Muchas veces he confesado que escucho música mientras escribo porque consigo meterme en la historia y, además, logro un estilo muy visual, que es lo que siempre he perseguido con mis novelas. Sin embargo, con La Costilla de Caín he experimentado una unión especial entre la melodía y el texto. Por primera vez elaboré una lista detallada de todas las "melodías de la novela", de tal modo que tenía una música concreta para determinados instantes de la historia. Igualito que en una película.

Lo que os propongo como experimento es precisamente eso: una breve lectura con una melodía de fondo.
Lo haremos de la siguiente forma: os paso un enlace a una melodía de youtube. Dadle al play y
comenzad a leer. Id escuchando las melodías que os vaya poniendo en los enlaces según vaya señalando. Así de sencillo. ¿Os lanzáis? ¡Pues vamos allá!

INTRODUCCIÓN AL CAP.4 DE La Costilla de Caín

El profesor Baldinger, Raúl Sibeud, su ayudante y narrador de la historia, y la investigadora Sybil Joyner se introducen a medianoche dentro de la casa del difunto Enric Mantey, un diplomático muerto bajo extrañas circunstancias. La casa está vacía, y Baldinger espera encontrar alguna pista que le encamine hacia la causa de su fallecimiento...

***


...En el interior nos recibió un aroma a madera vieja y narcisos. Sorprendentemente, la casa conservaba cierta calidez, comparado con las frías temperaturas externas. Todas las ventanas tenían las cortinas echadas, de modo que casi no entraba luz desde el exterior. En alguna parte, tal vez en la entreplanta, un reloj de péndulo marcó la medianoche. Cerramos la puerta a nuestras espaldas y permanecimos en la entrada, esperando a que nuestros ojos se acostumbraran a la oscuridad.

—Raúl, busca algo para iluminarnos –me pidió Baldinger.

Encendí una cerilla y rastreé el salón, hasta que hallé un quinqué sobre la repisa de la chimenea. Con él por delante lideré al grupo hacia la entreplanta. Una imperante necesidad primigenia deslizó mi mano libre hacia el interior de mi chaleco, donde ocultaba la pistola. El tacto de la empuñadura me devolvió cierta tranquilidad.

Alcanzamos la puerta del despacho, donde había sido hallado el cuerpo de Enric Mantey; estaba entreabierta. La empujé y dejó escapar un quejido estremecedor. La habitación nos aguardaba al otro lado prácticamente sin haberse alterado nada de su interior, a excepción de la ausencia del cuerpo. Frente a nosotros, la estrecha ventana volvía a delimitarse gracias a un débil reflejo de luz artificial procedente del exterior; y en la alfombra, a pocos metros, quedaba una mancha parduzca donde antes yació el cadáver de Mantey. Pasamos dentro, y entonces, con un respingo, Sybil quedó paralizada, como un ciervo que cree haber escuchado un ruido amenazador.

—¿Qué detectas? –preguntó Baldinger en un susurro.

Aguardamos unos instantes a que la mujer respondiera, pero continuaba rígida. Sus ojos se habían abierto desmesuradamente; sus pupilas encogieron cuando la alumbré el rostro.

—Sybil, ¿qué ocurre? –insistió el profesor.

—No lo sé –dijo de repente—. Jamás… nunca he percibido nada igual. No sé qué es, pero está aquí.

Su comentario me produjo un escalofrío. Mi mano regresó en busca de la pistola.

—¿Qué más cosas hueles? –dijo Baldinger.

Sybil se acarició el puente de la nariz.

—Pólvora. Ha habido un disparo.

—Así es –confirmó Baldinger—. Continúa.

—Roble y pino; son los muebles. Alfombra vieja… ¡Espera!, hay algo más. Alcanfor.

—¿Alcanfor? –repetí— ¿Dónde?

—No lo sé… parece un resto. Es como si hubiera estado aquí, pero ya no está. Ahora me llega otro aroma, sí. Es... es un olor muy característico: aceite.

—¿Para qué utilizarían aceite en una sala como ésta? –dije—. Hay luz eléctrica, y el quinqué es de queroseno.

—¡Es para engrasar unas bisagras! —dedujo Baldinger, y dirigiéndose a Sybil, añadió – A juzgar por el chirrido, no ha sido utilizado en la puerta de entrada. ¿Dónde percibes ese olor?

—En mitad de la sala.

Extendí el brazo para alumbrar. En la zona señalada no había ningún mueble. Baldinger declaró lo que todos imaginábamos.

—Debe de tratarse de alguna puerta secreta. ¡Sabía que se me escapaba algo! Raúl, enciende la luz del despacho; nos ayudará a buscar algún tipo de resorte o ranura en las paredes.

—¿No nos delataremos? –previne.

—Esta habitación no tiene ventanas que den al exterior –recordó Baldinger— sino al patio.

Di las luces de la habitación. Se encendieron todas, salvo la del fondo, donde aún no se había colocado una bombilla nueva. Nos pusimos a buscar por las paredes de papel pintado. Yo, que había comenzado por el lado oriental, no tardé en hallar el perfil de una pequeña portezuela. No debía tener más de un metro de alto y unos treinta centímetros de ancho. Llamé a los demás, dejé el quinqué en el suelo e intenté tirar ayudándome con las uñas.

—Prueba a empujar el centro –propuso Baldinger.

Obedecí, y en aquel momento, con un suave chasquido, la puerta se abrió hacia afuera. En el interior había un revólver, una caja de balas y un lienzo enrollado. El profesor se apresuró a tomar este último objeto, deshizo el nudo de la cuerda que lo sujetaba y lo desenrolló. Se trataba de un dibujo que parecía antiguo. En el centro podía distinguirse claramente una copa muy elaborada. Alrededor de la misma, formando un marco cuadrado, había escritas unas palabras en una grafía que me resultó absolutamente críptica. Por último, en la parte inferior detecté unas marcas que parecían recientes, hechas probablemente con un lápiz. Se asemejaban a las mismas que un preso realiza al contar los días que le quedan para ser libre, aunque no formaban grupos de cinco, sino de dos, uno y tres.

—Es griego –declaró Baldinger, como si hubiera adivinado que ninguno sabíamos el idioma al que pertenecían los caracteres.

—¿Sabe qué pone? –inquirí.

—Por desgracia, no. Necesitaría un diccionario y algo de tiempo para...

—¡Un momento! –Sybil se acarició la nariz.

—¿Qué sucede? –dije yo.

—Un nuevo olor… es… ¡hay alguien a nuestra espalda!

Di media vuelta al tiempo que desenfundaba mi pistola. Entonces, justo en la entrada, descubrí una figura; un hombre que nos apuntaba con un revólver. A su espalda todas las luces de la casa habían sido encendidas. Para mi sorpresa, comprobé que se trataba de Julio Serantes.

Quise abrir fuego primero, pero él fue más rápido. Su arma ejecutó dos disparos. Me agaché instintivamente y escuché un estallido de cristales. La ventana a mi espalda debía haber sido alcanzada por una de las balas. El profesor y Sibyl se escurrieron hacia la pared opuesta, mientras ella desenfundaba una pistola Luger y abría fuego. Su disparo dio en la jamba de la puerta, mientras que el mío alcanzó la hoja justo cuando se cerraba; Julio huía.

—¡Qué no escape! –gritó Baldinger.

Echamos a correr tras él. Fui el primero en alcanzar la entreplanta y en descubrirle bajando las escaleras. Parapetándose tras el pasamanos, se giró para volver a atacar. Quise gritarle que se detuviera, pero volvió a actuar con más celeridad que yo y disparó. Esta vez la bala impactó en la alfombra. Le imité, y cubriéndome tras el pasamanos respondí a su fuego. Por desgracia, mi puntería era la propia de un hombre que jamás ha disparado un arma, y mis intentos por acertarle dieron contra un cuadro sobre la pared. Julio, confiado por mi torpeza, echó a correr escaleras abajo y, ya en el primer piso, puso rumbo al ala oeste. Sybil emergió entonces. Abrió fuego desde la entreplanta, pero sus balas impactaron tras los talones de Julio. Éste se volvió un segundo, utilizando como cobertura uno de los sillones de la chimenea, y me atacó; la bala me pasó muy cerca, rozándome el lóbulo de la oreja izquierda; aunque, dada la tensión del momento, no sentí que sangraba. Respondí a sus disparos, pero erré de nuevo, impactando contra la lámpara de pie que iluminaba el extremo occidental de la habitación hacia la que ya corría Julio. Con un estruendo de cristales la zona quedó totalmente a oscuras. Entonces nuestro atacante, rectificando su rumbo, volvió a su escondite tras los sillones. Mientras tanto, Sybil le cercaba el paso desde la entreplanta.

—¡Ríndase! –Le grité, agazapado al pie de las escaleras.

El aludido me respondió descerrajándome otro disparo, que lanzó por los aires una docena de astillas del pasamanos.

En ese momento, Baldinger, que también observaba la escena desde la entreplanta, nos gritó una nueva orden.

—¡Disparad a las luces!

Sybil fue la primera en obedecer. Apuntó a la lámpara que iluminaba la entreplanta y abrió fuego. Ésta quedó totalmente a oscuras, y yo, desde mi posición, pude ver que Julio se agachaba todavía más, extrañamente atemorizado; y no sólo eso, sino que sus movimientos parecían erráticos. Ya no se cubría de mí tras el sillón, sino que lo había rodeado, quedándole como única cobertura el otro asiento que había frente a la chimenea. A todas luces era como si se quisiera ocultar de algo que acechara al otro lado, en la zona oscurecida, y prefiriera quedar a tiro de mi pistola. Con esta idea, vi que la luz más cercana a su posición procedía de una lamparita en la pared sur, a la izquierda de las puertas de entrada. Desde donde me encontraba el disparo era algo complicado, así que corrí agazapado en dirección al centro de la habitación, bajo el fuego del revólver de Julio, quien agotaba contra mí sus últimas balas. Llegué a la altura de las puertas, me erguí y apunté a la lámpara. Mi dedo ya acariciaba el gatillo cuando, de repente, me detuvo el frío contacto de una ráfaga de viento procedente del exterior. 

***

DETÉN LA PRIMERA MELODÍA Y PON ESTA

A mi izquierda las puertas se habían abierto de golpe. Al otro lado, y apuntándome con una escopeta de dos cañones, descubrí a un hombre que debía medir metro noventa de estatura. Era de constitución robusta, pero su rostro dejaba ver un carácter preclaro gracias a una adecuada combinación de rasgos: frente despejada, mirada firme de ojos profundos, mandíbula recia y pelo encanecido. No obstante, lo que realmente me sorprendió fue que el individuo que apuntaba a mi sien vestía ni más ni menos que un atuendo de sacerdote.

—No abra fuego contra esa lámpara, hijo –me recomendó, sin que su pulso temblara un ápice.

Luego, elevando la vista por encima de unas gafas redondas, descubrió que Sybil lo encañonaba a él.

—No es mi intención que nadie salga herido. No estoy aquí por ustedes.

Vi que a su espalda, calándose bajo la lluvia, esperaban otros dos hombres. No eran sacerdotes. El de la izquierda era alto, de piel morena. Lucía una barba descuidada, bigote denso y una melena negra que lo hacía parecer un salvaje. En su cintura descubrí la funda de un cuchillo enorme. El otro tenía aspecto de boxeador; cabeza grande y afeitada, labios gruesos curvados en una mueca y tabique nasal desencajado.

—Me llamo Paulo Dantas –continuó el hombre que me apuntaba, mirando de reojo a todos los presentes—. Soy sacerdote portugués. Repito: no estamos aquí por su causa, sino por otra razón muy distinta. Sugiero que detengan el tiroteo, y con mucho gusto me explicaré. Pero por favor –y, de nuevo, volvió a clavarme una mirada de ojos castaños—, no dispare a esa lámpara.

Lentamente, bajé mi arma.

—Adelante –invitó Baldinger desde la entreplanta.

A la casa pasaron los tres hombres. Dantas cerró la puerta de la calle. Julio continuaba en su escondrijo.

***

DETÉN LA MELODÍA Y, POR ÚLTIMO PON ESTA


—¡No disparen! –gritó desde allí.

—¿Julio? –llamó el padre Dantas desde su sitio.

—Sí, soy yo.

—Al fin le encuentro, amigo. ¿Por qué no me dijo adónde iba?

—¡Gracias a Dios, padre! Creo… creo que no puedo moverme del sitio. Me ha encontrado, y si salgo me atrapará. La oscuridad es muy densa.

—Ya veo que es muy densa. Sé que le está esperando, hijo. No se mueva de ahí.

Julio asintió frenéticamente. Entretanto, Baldinger y Sybil habían llegado hasta mi posición.

—Raúl, recarga el arma –me indicó el profesor.

—¿Qué está sucediendo? –respondí.

—Tú hazlo.

¡Os móveis! –ordenó el sacerdote a sus hombres.

Estos comenzaron a retirar todo el mobiliario que había entre nosotros y los dos sillones, pero no se acercaron a Julio.

¡Em paredes! –dijo Dantas a continuación. Sus hombres tomaron posiciones; uno en la pared sur y otro en la norte, no demasiado lejos de la chimenea. El sacerdote se volvió a nosotros.

—¿Sabe disparar? –preguntó a Baldinger, el único que no iba armado.

—Sí.

Dantas le lanzó la escopeta. El profesor comprobó si estaba cargada, y luego pegó la mejilla a la culata, apuntando a la zona oscura, dispuesto a disparar contra algo o alguien que todavía nos era desconocido. Instigado por esa misma cuestión, me atreví a preguntar.

—¿Qué buscamos?

—Quizás es mejor que lo vean primero, y que luego les explique qué es lo que han presenciado –respondió Dantas—. Ante todo no se aproximen a la oscuridad. Estén atentos a cada zona en penumbra, especialmente aquellas donde la negrura es total. Si ven salir algo, lo que sea, abran fuego. No duden, o morirán.

—¿Qué es lo que va a salir? –murmuré.

Dantas no dijo nada.

Comprobé que, de entre todos los asistentes, era yo el único sorprendido. Tanto Baldinger como Sybil parecían haber asimilado las palabras de aquel sacerdote, mientras que yo me preguntaba qué podía asaltarnos desde las sombras, puesto que, de hecho, allí no había más que una pared.

El padre Dantas introdujo su mano en el interior de la sotana y extrajo lo que parecía el enorme badajo de una campana, sólo que profusamente adornado con relieves de oro y plata. Luego caminó lentamente hacia la zona oscura. Julio Serantes, desde su puesto, observaba la escena tiritando como un niño. Dantas se detuvo a un metro de éste, con la mirada fija en la penumbra.

—¡Vamos, furcia de Satanás! –instigó a la oscuridad— ¡Muéstrate de una vez!

En aquel instante, la atmósfera vibró con una risita que me detuvo el corazón. Era semejante la que produciría un niño, pero entremezclada con algo parecido al lamento de un cachorro. Primero lo escuchamos desde la zona más oscura de la habitación, pero al momento, aquel siniestro eco comenzó a reproducirse desde diferentes puntos: a nuestro flanco y a la espalda; y también por encima de nuestras cabezas, como si revoloteara sobre nosotros. Sentí un escalofrío cuando creí que aquel espantoso lamento me rodeaba con unos brazos invisibles, me poseía y tiraba de mí hacia las sombras.

—¡Atentos! –gritó el sacerdote— ¡Pretende confundirnos!

Y luego, cambiando al portugués, ordenó algo a sus hombres. El boxeador desenfundó un revólver; el hombre con aspecto de salvaje extrajo su enorme cuchillo y se agazapó, como si estuviera a punto de saltar sobre algo.

—¡No puedo más! –clamó de repente Julio, que lloraba a lágrima viva desde su sitio —¡Sáquenme de aquí, se lo suplico! ¡Me busca a mí!

—¡Calma! –intentó tranquilizar Baldinger; su pómulo derecho no se despegaba de la culata de la escopeta.

—¡Me busca a mí! –repitió el otro.

—¡Criatura impía! –soltó Dantas con un rugido— ¡Ven por mí!

 Avanzó un paso más, apenas unos centímetros, y de repente, mediante una velocidad pasmosa, surgió de entre las sombras...

***

¡Fin del experimento! Si todo ha ido bien (y no te han colado muchos anuncios de YouTube), habrás disfrutado de un apasionante momento con banda sonora de fondo.
En realidad, éste no es más que otra excusa para convencerte de lo que te aguarda en La Costilla de Caín, si es que todavía no te has decidido a iniciarte en su lectura. 

Pero si ya la has leído y recuerdas este capítulo, ¿qué te ha parecido la experiencia?

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