-¡Lucía!
No hay respuesta.
-¡Lucía! -llama de nuevo; en sueños, antes de despertar.
Abre los ojos, sobresaltado, en un espasmo que lo trae de regreso al mundo vigil. Se encuentra dentro de una bañera a rebosar. El agua se derrama con cada movimiento de su cuerpo. A su alrededor, el cuarto de baño permanece frío, oscuro y silencioso.
-¡Lucía!
Se siente débil, pero logra deslizarse por los bordes. Cae al suelo encharcado. Logra incorporarse, aunque tiene que hacer un esfuerzo para no resbalar. A su alrededor todo da vueltas, fruto de las nauseas. Las paredes se inclinan y se multiplican; la puerta parece alejarse con cada paso.
Logra alcanzar el pomo y lo gira. Al otro lado se extiende el pasillo del segundo piso. El suelo enmoquetado y la pared, de la que cuelgan varios retratos, le indican que está en su casa; y sin embargo sabe que no es su hogar. Hay algo diferente: una presencia en el aire, densa, palpitante; y una fosforescencia nebulosa que ilumina todo a su alrededor, de procedencia incierta, pero que deja ver las cosas que lo rodean.
-¡Lucía! -grita, mientras camina tambaleándose por el pasillo.
Al fondo descubre entreabierta la puerta que da a su habitación. El otro lado se encuentra totalmente a oscuras, envuelto en una negrura inquietante de la que, de repente, surge una voz.
-¿Será aquel lugar mejor?
Es ella, Lucía; pero no, su voz no sale de la habitación. Está en su cabeza. Es un recuerdo que emerge, débil al principio, pero más fuerte a medida que avanza por el pasillo.
-¿Qué piensas? -pregunta Lucía.
Ahora la ve; es la evocación de un pasado que se le antoja remoto, perdido en un cómputo de años imposible de resolver. Es un día claro, soleado, y Lucía conversa alegremente, recostada en la cama de su habitación. Los cálidos rayos de la mañana despiertan arreboles en sus mejillas, pero el resto de su tez se encuentra invadida por una blancura febril.
-No quiero hablar de ello -se oye contestar.
-¡Vamos! No le des tanta importancia.
Lucía ríe. En su ojos aparece el brillo de la familiar dulzura que lo enamoró la primera vez que se vieron, pero su sonrisa no es igual que en aquellos momentos felices. Es grotesca, perfilada por unas encías muy rojas, carcomidas por la enfermedad.
-Pienso que sí debe haber un lugar mejor -dice su esposa, mirando hacia la ventana.
En la calle, las hojas de un platanero se agitan con una brisa templada; aunque de repente todo es invadido por un frío estremecedor. Las palabras de Lucía se han transformado en un eco lejano. Su última frase lo trae de vuelta al presente:
-Hay un lugar mejor que éste tras la vida.
Ha llegado hasta la puerta entreabierta de su habitación. La abre de un manotazo. El interior, oscuro al principio, va recogiendo algo de esa luminosidad fantasmagórica que lo acompaña. Las paredes y los muebles muestran un color apagado, neblinoso. En la cama de matrimonio descubre el bulto de su esposa, recostado de cara a la ventana, para así disfrutar con el baile de las hojas del platanero.
-¡Lucía!
Avanza a gatas sobre la cama hasta llegar a ella. La acuna entre sus brazos y la llama, una y otra vez, entre lágrimas.
¡¿Por qué no llega?! -Oye gritar a Lucía.
Pero no es sino otra rememoración. Lucía extiende sus brazos al techo, invocando a la muerte desde su cama. Es otro día soleado, tan primaveral como todos los que guarda en su recuerdo.
-¡¿Cuándo va a llegar?! -grita desesperada, hostigada por los dolores de la enfermedad. Su cuerpo es la descarnada efigie de lo que fue. Apenas brillan ya sus ojos, hundidos en unas cuencas amoratadas. Cuando extiende los brazos, deja ver, en la parte inferior, las marcas en carne viva de las escaras.
-Lo he hecho, cariño -se escucha decir; no en el pasado, sino ahora, mientras abraza el cadáver lánguido de su mujer.
Besa sus cabellos, pero en ellos nota un sabor extraño; una textura densa y amarga. Se seca las lagrimas para ver mejor. La melena rubia de Lucía está teñida de sangre, y también su cuerpo inerte, y las mantas que la arropan.
-Lo he hecho yo, Lucía. Aunque sé que no querías. Deseabas que estuviéramos juntos por siempre. Yo también lo deseaba, pero no pude soportar la espera.
-¿Por qué no muero ya? -oye que pregunta Lucía, en sus recuerdos -¿Por qué no salgo ya de este cuerpo?
-Yo te haré viajar -dice, no sabe si con los labios o con el pensamiento, porque pasado y presente se fusionan ante sus ojos-. Acortaré los días para ti, Lucía, y para mí. Viajaremos los dos y nos encontraremos en el otro lado.
Lo dice claramente decidido, pero su esposa le devuelve una mirada aterrada.
-¡No funciona así! Si lo haces, jamás estaremos juntos.
-¡Pero yo tampoco lo soporto! Ya no puedo verte sufrir por más tiempo.
En la habitación, terriblemente silenciosa, deja que su mano descienda desde los cabellos de Lucía. Baja rozando su cuello hasta alcanzar el pecho. Entonces lo sorprenden unos relieves húmedos, nefandos. Las marcas espantosas del cuchillo, allí donde ha horadado la carne.
Lucía... -dice, sin poder controlar el llanto- tenía que hacerlo. No merecías esperar más.
Se pone en pie a duras penas, acosado por las nauseas, y deja la habitación. En el pasillo, las paredes se retuercen y cambian de posición. En los cuadros no hay rostros, sino figuras sin identidad, sin rasgos. Al llegar al baño tiene que volver a caminar con cuidado, porque el suelo está cubierto de agua y sangre.
-Tenías razón, cariño -gime desesperado-. Tenías razón y no te hice caso. No puedo seguirte.
Y mientras vuelve a introducirse en la bañera, observa los tajos en sus muñecas, de los que no deja de manar sangre. Nunca dejará de hacerlo, porque forma parte de su condena, de su prisión. Y de este modo volverá a dormirse y a despertarse una y otra vez, perdido, desorientado, aterrado, buscando a Lucía en su Infierno personal.
***
He querido sacar este relato, que escribí no hace demasiado tiempo, para regalároslo en el día en que comienzo mi taller literario. Al principio pensé en alargarlo, porque se ajustaba a las limitaciones de espacio exigidas por un certamen literario, pero luego decidí dejarlo tal y como lo redacté en su día.
Disfrutadlo.
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